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Congregados por primera vez en un ideal común y en una suma de voluntades los diversos factores, así pertenecientes a la inteligencia pura y creativa como a la inteligencia aplicada a la industria y al comercio, que concurren en la producción y propaganda del Libro hispánicoautores, fabricantes de papel, impresores, editores y libreros-han creido ante todo necesario y urgente dar público testimonio de su actividad y propósitos en esta gran BIBLIOGRAFÍA ESPAÑOLA, gaceta periódica y repertorio cabal del desarrollo de nuestra cultura contemporánea en su aspecto de obras impresas y cuanto con el Libro se relaciona próximamente, bien como causa de su mayor autoridad y difusion, bien como impedimento-político, social, económico-de su auge y eficacia. Queremos con firmeza que BIBLIOGRAFÍA ESPAÑOLA Se coloque desde luego parigual a las Bibliografías oficiales de los pueblos más cultos, y aun aspiramos a que en algunos casos las aventaje. No nos mueve un deseo ambicioso ni nos atrae una ilusión vana; contemplada la realidad actual con ojos imparciales, limpios de sombra, negra o rosada, se nos ofrecen claras y ciertas, no la ambición, sino la legitimidad de aquel deseo; no la vanidad. sino la garantía de aquella ilusión. No hace todavía un año, en la Feria Internacional del Libro celebrada en la ciudad de Florencia, la industria editorial española, por la diversidad, decoro, pulcritud y baratura de sus impresiones, no cedió la precedencia a la de ningún otro país, y el reconocimiento de este triunfo fué unánime; triunfo doblemente significativo si se tiene en cuenta que a

ENERO-ABRIL, 1923.

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dicho certamen sólo asistió una parte de nuestra industria, con una parte de su producción respectiva.

Es evidente que de pocos años a esta parte, en una especie de frenesí, España ha producido libros hasta aumentar las dimensiones de su volumen bibliográfico en una medida gigantesca. Todavía al principiar este siglo, el hispanolocuente alterado con la sed de saber del mundo y de las ideas del momento, codicioso, en suma, de templar su espíritu conforme la tónica de la vibración universal, era fuerza que acudiese al idioma francés, ese instrumento tradicional en el intercambio de la cultura. Las obras señaladas e influyentes del pensamiento humano, o no llegaban nunca a verse trasladadas en lengua de Castilla o aparecían desfiguradas y con retraso, cuando fuera de aquí estaban ya superadas y sobreseídas. Hoy, en cambio, en punto a verter en lengua vernácula y a circular prestamente las muestras y flamantes hallazgos del ingenio forastero, así como en la fidelidad y elegancia de la versión, España se anticipa con frecuencia a Francia, la cual hasta ahora había conservado la primacia en este ministerio. Señalemos, además, el hecho de que España no sólo se acredita más diligente que Francia en incorporar a la cultura patria los afluentes de la cultura extraña, sino también más liberal, amplia y receptiva, o acaso más atenta y noticiosa, pues son bastantes las obras importantes extranjeras, tanto de creación como de especulación, que andan ya en favor de lectores españoles y no han visto aún la luz en francés. (Tomamos como punto de referencia a Francia por ser esta gran nación la que ha mantenido contacto más íntimo y permanente con el espíritu español e hispano-americano. Mencionarla singularmente vale tanto como distinguirla.) Añádase, últimamente, que al incremento magnífico de la producción bibliográfica española, junto a la multitudinosa labor de los traductores, contribuye en proporción creciente el trabajo original, en todos los órdenes, de los autores hispanos.

Se ha dicho que la Universidad moderna es una Biblioteca. Hoy en día un lector español ignorante de toda otra lengua culta, puede establecer en su domicilio, gracias a la abundancia, perfección y autoridad del libro hispano, un trasunto de Universidad libre, donde su curiosidad científica o su afición estética se satisfagan con plenitud, se adiestren o acompasen al paso del progreso de la cultura universal. Quizás en ninguna otra época de la historia de España como ahora la cultura española, en su representación de libro impreso, ha caminado tan pareja y unánime con el contingente colectivo de la cultura universal. El castellano, por fin, como las demás lenguas europeas, es un espejo en el cual, sin mengua ni ofuscación de las venerables imágenes por donde trasparecen y son visibles el propio espíritu de casta y un abolengo glorioso, que es lo que hasta ahora gustaba de preferencia expresar, se reflejan con fidelidad las inquietudes, igualmente humanas, de las demás castas, y el espíritu de los tiempos coetáneos.

Es virtud de la curiosidad mover reacciones recíprocas, y asi, quien siente interés por la suerte ajena, a sí propio se mejora y adelanta, de donde se sigue que no tarda en pasar a ser objeto de la curiosidad y finalmente del respeto ajenos. Hace cosa de tres lustros un historiador inglés escribía: «España, después de sus últimos infortunios coloniales, parece como si recogida en sí misma y expectante ante el resto del mundo, acopiadas todas sus admirables energías, antes difusas, se dispone a recobrar su carácter y jerarquía de nación moderna en la comunidad internacional. Iníciase una era de renacimiento hispánico.» De entonces acá hemos presenciado la emisión en el extranjero, como valores universales, de nuestros hombres de ciencia, de nuestros

escritores, de nuestros artistas. Desde nuestro siglo de oro, la literatura española jamás había despertado en el mundo tanta afición ni inspirado tanta reverencia. Y por el estímulo y guía de las letras españolas actuales, los ojos del extranjero se vuelven, a veces con sorpresa casi original y siempre con renovado deleite, hacia el conocimiento y meditación de nuestros viejos y gloriosos autores, mucho tiempo olvidados fuera de España. Frondosisima es la reviviscencia de los estudios hispánicos en las grandes naciones cultas.

Percatados los Poderes Públicos de la vitalidad alcanzada por el Libro hispánico y de la perspectiva venidera que ante él se abre, acudieron, con voluntad de allanarle el camino, dentro de aquella facultad que al Estado le es hacedera. A esto obedece la constitución oficial de las Cámaras del Libro en Madrid y Barcelona (compuestas, como hemos indicado al principio, por los diversos factores espirituales, técnicos e industriales, que concurren en la producción y propaganda del Libro), de las cuales esta BIBLIOGRAFÍA ESPAÑOLA es boletin, gaceta o repertorio.

Declarada la coincidencia y equilibrio de aquellos factores que de consuno engendran ese maravilloso fruto del ingenio humano que se llama el Libro, huelga añadir que esta BIBLIOGRAFÍA ESPAÑOLA no será sierva de la industria, sino cayado del espíritu. La hispánica República de las Letras, la simbólica Ciudad de las Ciencias y las Letras, que tan complicada y confusa nos pinta Saavedra Fajardo, se ha desarrollado últimamente en tales términos, que los enamorados de ella necesitan cicerone para visitarla. Esta BIBLIOGRAFÍA ESPAÑOLA es, permítasenos la expresión, la Guía oficial de nuestra República literaria.

Juzgue el lector el número presente de la Gaceta o Guia Bibliográfica como esbozo nada más de lo que pretendemos que sean los números venideros.

Crónica general.

Al ampliar el marco de la BIBLIOGRAFÍA ESPAÑOLA, pretendemos reflejar en estas crónicas algunos aspectos de la actualidad relacionados con el asunto propio de nuestra publicación. La ciudad de los libros no está aislada; no está enterrada como las lejanas ciudades muertas, milenarias, que descubren los arqueólogos, sino que existe dentro de la ciudad viviente, es decir, dentro de sociedades humanas, de una urbe, de un pueblo, de un grupo de pueblos unidos por un tipo de civilización. La ciudad de los libros recibe las influencias del movimiento y del ambiente de la ciudad de los hombres, sobre todo de ese ambiente espiritual, compuesto de costumbres, de aficiones y de capacidad para el arte y el pensamiento que recibe el nombre de cultura.

El libro es un producto social, con ser tan personal la obra literaria. Lo es en lo espiritual porque el escritor más independiente está influido por la herencia, por la educación y el medio que le rodea. También lo es en lo natural, en su forma y en sus

componentes. Los libros tienen cierta fisonomía nacional que habla de los gustos, del carácter y del estado de las industrias y de las artes en el país donde han sido impresos. En una feria internacional de libros, como la que se celebró en Florencia el año pasado, un observador puede percibir esas variedades. En el libro ruso, por ejemplo, se advertía en el papel, en la impresión, en muchos pormenores, la crisis de las industrias, lo atropellado y confuso de la República de los Soviets, mientras que en las sobrias y pulcras ediciones británicas se traslucia algo del carácter inglés.

Así, pues, una ojeada a las actualidades de la cultura no nos alejará mucho del campo bibliográfico. Será como un vistazo al horizonte que lo limita y a la atmósfera que lo envuelve.

En esta ojcada curiosa hallamos una serie de hechos de relación que comunican la cultura española con la de otros pueblos. Es un doble movimiento que lleva a otros lugares la palabra y el

pensamiento españoles y trae a nuestro solar el verbo y el pensamiento de otros pueblos. Dos hechos representativos de esta comunicación, todavía recientes, son la concesión del premio Nobel al dramaturgo español Jacinto Benavente y la visita de Einstein. No son hechos aislados. Antes y después que Einstein nos han visitado otros sabios extranjeros, como el famoso jurista alemán Stammler. No hace mucho que en Madrid coincidian las conferencias jurídicas del profesor italiano Del Vecchio con las del historiador francés Diehl, que en sus libros sobre Bizancio ha evocado con escrupulosidad de arqueólogo y visión de artista las figuras y escenas del Bajo Imperio, y que ahora hablaba en Madrid de los Estados latinos que sembraron en Oriente los Cruzados; con las de Valery Larbaud, representante de la joven literatura francesa e introductor en Francia de la nueva literatura española y con las del norteamericano Fitz Gerald, que habló en el Centro de Estudios históricos de la literatura de los Estados Unidos, muy escasamente conocida entre nosotros.

La literatura y la ciencia se han vuelto viajeras, no sólo por el espíritu de expansión y de propa ganda que anima a todos los pueblos cultos, sino hasta por causas económicas y políticas. El gran número de emigrados rusos que se han refugiado en los países de Occidente está contribuyendo a difundir aquella gran literatura eslava, y es un fenómeno que recuerda, aunque con menor transcendencia y en ámbito más reducido, la emigración de los sabios y los literatos bizantinos al caer Constantinopla en poder de los turcos, que impulsó el Renacimiento con la resurrección del Helenismo. Al mismo tiempo la enorme depreciación de la moneda en Alemania y Austria, colocando en angustiosa situación económica a legiones de profesores y de sabios en diferentes disciplinas, les impulsa a peregrinar por otros países. La ciencia alemana está ahora muy barata, y harán mal en desaprovechar esta oportunidad los pueblos que se encuentran en situación favorable desde el punto de vista de los recursos materiales.

Concurre una circunstancia que limita el radio de acción de los sabios germanos. Están aún demasiado recientes los horrores y estragos de la guerra para que puedan ir a todas partes sin el temor de ser fríamente acogidos. Una celebridad universal como Einstein, que además no es nacionalista ni firmó el manifiesto de los profesores alemanes justificando la guerra, ha podido exponer y discutir sus teorías en la Academia de Ciencias de Paris; pero no todos se encuentran en el mismo caso. La dificultad con que tropiezan los sabios alemanes es la del idioma. Stammler, que hablaba

en alemán, sólo fué comprendido en Madrid por un cortisimo número de personas. Einstein, expresándose en francés, ha podido ser entendido, aunque no nos atreveríamos a añadir que comprendido, por la preparación matemática y fisica que requiere la cabal inteligencia de sus doctrinas. El caso de Nicolai, hoy profesor en la Argentina, y que ha podido expresarse en español por haberlo aprendido en América, es muy raro. El conferenciante extranjero que se exprese en alemán o aun en inglés, sólo puede prometerse públicos muy reducidos en España. El uso de una de las grandes lenguas romances: el francés en primer término, después el italiano, es indispensable para el orador extranjero que aspire a vastos auditorios, y que, al no poder expresarse en español, no tome la precaución de hacerse traducir, arrostrando el riesgo de monotonia de las lecturas.

Tampoco el premio Nobel otorgado a Benavente es un caso aislado en este movimiento de expansión de la literatura y el pensamiento españoles. El nombramiento de ciudadano honorario de Nueva York otorgado al famoso dramaturgo y los varios homenajes que ha recibido en la América española, han coincidido con aquella distinción internacional. Los éxitos de los novelistas españoles en el extranjero, alguno tan resonante como el de Blasco Ibáñez; la representación reciente de algunas comedias españolas en París y la traducción y representación de otras en Italia, son manifestaciones de varia magnitud de la difusión de las letras de España.

En los premios Nobel de literatura (limitados por voluntad del fundador a obras literarias de tendencia idealista) tiene nuestra literatura dos representantes, ambos dramaturgos. Echegaray compartió el premio en 1904 con el gran poeta de lengua d'Oc, Mistral. Sonó también el nombre de Galdós, que hubiera podido figurar en esa pléyade de los nobelados, con el prestigio de un Balzac español. El carácter internacional del premio Nobel, y hasta su cuantía, le hacen ser considerado como la principal distinción literaria de estos tiempos. Los nombres de Mommsen, de Björnsjerne Björnson, de Carducci, de Maeterlinck, de Anatole France, de Kipling, de Rabindranath Tagore, dan lustre y autoridad a esta consagración literaria. En la comunidad de los agraciados hay ya clases. Se echan de menos nombres: Tolstoi, D'Annunzio... Toda Academia tiene su sillón 41 y el premio Nobel, otorgado por la Academia sueca en relación con las

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