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CAPITULO XII.

La caridad de los inquisidores.

EN

efecto, la herida que el poeta portugués habia abierto en el pecho del caballero español era de tal profundidad, que bien necesitaba un mes para restablecerse, si antes no sucumbia al esceso de sus dolores. El dia que siguió á la partida de Camoens para Africa, se agravó tanto que los inquisidores estaban afligidos temiendo que se les muriese sin poder quemarle.

Al anochecer de este dia entró Juan Meur

cio en el cuarto del enfermo acompañado de algunos individuos del santo Tribunal, que venian dispuestos á leerle una copia del auto para que se fuera preparando y fortaleciendo; pero acababan de curar sus heridas y estaba sin sentido, la cabeza fuera del lecho, y los brazos en

cruz.

Sentáronse tranquilamente y esperaron á que se recobrase del desmayo.

Yo aprovecho este intervalo para traducir del portugués al español el auto que Juan Meurcio se dispone á leer al reo.

Y una vez traducido, y vuelto en sí D. Mariano, puedo repetir lo que dijo el familiar.

Su voz, siempre suave, llegó á hacerse tierna y melíflua para derramar el consuelo en el alma del paciente.

-¡Pobre hijo mio! esclamó. ¡Cuán acerbos deben de ser los dolores que os aquejan, cuando os roban la facultad de conocerme! Porque no me conoceis... no me tendeis la mano...

Juan Meurcio se inclinó mas sobre el lecho, y estrechó la mano del doliente que estaba árida y abrasadora.

-¿Cómo os hallais? prosiguió el familiar; ¿estais acobardado? ¿pensais morir, hijo mio? ¡Oh!

por la Virgen santísima que recobreis el ánimo perdido.

D. Mariano Enriquez entreabrió con pesadez los ojos, movió débilmente la cabeza, y sin desprender los labios articuló algunas palabras que no llegaron á oirse.

Pena causaba ver el estado de aquel jóven caballero tan agraciado y gentil luchando con la muerte y próximo á ser vencido.

-¡Pobre hijo mio! repitió el familiar; ¿será posible que abandoneis la tierra sin ser purificado por la penitencia? ¿será posible que cuando el santo fuego puede daros el glorioso martirio que necesita el idólatra para purgar sus culpas y elevar su alma al Criador, os falte el espíritu y murais como un impenitente? venia á leeros el auto, pero me temo que no podais oirme.

Hizo el herido señal de que sí podia oir, y Juan Meurcio desdobló un papel y leyó:

«Acuerdan los inquisidores ordinarios y diputados de la santa Inquisicion, que vistos los actos, culpas, declaraciones y respuestas del caballero D. Mariano Enriquez, que siendo cristiano bautizado está obligado á creer la fé católica predicada por los santos Apóstoles y por nuestro señor Jesucristo, y enseñada por la santa madre

Iglesia católica romana, y que no obstante ha adorado una estátua de Venus, en el santo nombre de Jesus invocado declaran al acusado D. Mariano Enriquez convicto del crímen de heregía, y le condenan á ser conducido con la cuerda al cuello á la plaza del Rosio, donde su cuerpo sea quemado y reducido à cenizas, y gastos pagados. >>

Aqui seguian los nombres de los inquisidores, que por ser apellidos que hoy llevan portuguesas ilustres no queremos hacer odiosos á nuestros lectores, pero entre los cuales no podemos ocultar que leimos con dolor el de Gama. ¡Gama, el nombre del gran marino! ¡Por qué los héroes y los verdugos han de llevar á veces el mismo nombre!

D. Mariano Enriquez oyó con indiferencia el auto, y aun dejó traslucir una imperceptible sonrisa.

-El demonio, dijo por lo bajo uno de aquellos señores, no le ha abandonado todavía.

-Me parece, repuso otro, que no podrá asistir al auto.

-Seria una desgracia, añadió Juan Meurcio. -Que lo asista, concluyó el que parecia de mas autoridad, el mejor doctor. Que se le pro

diguen toda clase de cuidados para conservar su vida.

-¡Oh! esclamó Juan Meurcio; yo he velado por él desde que cayó herido, y le he procurado una asistencia como de la madre mas solícita. El doctor Caldeira Silva Freira Brito de Noller y Barata ha desplegado para socorrerlo todos los prodigios de su profunda ciencia. Noches hay que las pasamos el doctor y yo espiando su sueño, porque el doctor es un buen católico, y por nada del mundo quisiera quitarle un muerto al santo Tribunal.

-Pocos doctores hay como él, repuso el personage mas grave de aquellos hombres piadosos, pues se cuidan tan poco de la gloria del santo Tribunal, que asi como enferma un reo luego le matan á medicinas, y nada dejan que hacer al fuego.

Al resonar estas palabras en la estancia, salió de un rincon de ella una especie de figura humana con cabeza, con brazos y con pies, y se inclinó ante los señores.

Era el generoso doctor, que lejos de disputarles el moribundo trataba de sostener su vida para que pudiera sufrir el tormento de las llamas. Era el médico, que por esta vez rompia su pacto

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