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---La Infanta no dará su mano á D. Felipe. -¿Quién podrá estorbarlo, preguntó D. Juan asombrado?

-Yo, replicó el Inquisidor, levantándose gravemente.

-¿Vos, de qué manera?

-Escribiendo hoy mismo al Emperador. --Eso es otra cosa; si vos lo arreglais con nuestro augusto tio sin comprometer mi nombre......

--Nada temais.

--Yo me alegraré mucho.

---Solo pido de vos que deis una tregua á la respuesta que aguarda el Obispo de Agdas.

--¡Oh, eso es fácil, diciéndole que mis graves cuidados sobre la navegacion no me permiten resolverlo al instante... pero que en partiendo la flota..... ¿Qué os parece, es buena disculpa?

--Escelente.

--El Emperador conoce ya el profundo amor que tengo á la ciencia que absorve mi vida, y no estrañará mi lentitud en resolver los demas negocios. Apuesto, añadió Juan III, sonriéndose con delicia, que D. Cárlos esclama al saber esto: ¡qué sobrino, qué sobrino; debia llamarse el rey Gama!

CAPITULO VIII.

El reverendo agustino.

TRES
RES dias despues de esta escena mandó llamar
el inquisidor Cardenal D. Enrique à Frai Juan
Suarez.

Era la hora del mediodia. La fuerte luz del sol se quebrantaba contra las celosías y el cortinage de las ventanas del Tribunal y no alumbraba el gran salon sino con una claridad melancólica. Las paredes vestidas de tapices oscuros donde se representaban algunos dolorosos pasages

de la muerte de Jesus, los sillones forrados de baqueta negra y la pesada mesa de ébano que sostenia un crucifijo de tamaño natural, aparecian á esta media luz con una magestad imponente. La estancia estaba en un silencio y recogimiento igual al de las tumbas. Un ciego no hubiera podido percibir con su oido ejercitado el menor ruido que le advirtiese la presencia de un ser humano. No obstante, habia allí un ser humano, el mas humano de todos los seres, el Infante Cardenal.

Sentado en uno de los sillones en frente de la mesa con los ojos elevados al crucifijo parecia consultar con ansiedad profunda y tierna fé la infalible sabiduría del redentor de los hombres.

Parecia que entre la persona y el crucifije se habia entablado una misteriosa plática de preguntas y respuestas que no se oian pero que se adivinaban. Parecia que el espíritu del mortal penetraba por un instante en las regiones divinas para esc arecerse.

--¡Oh Jesus! esclamaba en su corazon, amigo de la humanidad, cuyo amor no tiene límites, cuya gracia no se agota, escúchame, atiéndeme, guíame. Yo quiero ser justo, quiero ser bueno, pero no sé si lo soy, porque esta carga que llevo so

bre mis hombros es demasiado grave para mi flaqueza. ¿Quién sabe si te ofendo cada vez que doy mi fallo para castigar á los hombres con los tremendos suplicios que los hombres mismos han inventado? ¡Ah, tú te dejabas crucificar por los malos y los perdonabas!

Tú, que eres todo perfeccion, eres todo piedad, todo mansedumbre, nosotros que somos todo imperfeccion, somos todo fiereza, todo venganza. ¿Quién nos ha dado el derecho de quemar á nues·á tros semejantes? ¿En cuál de las sagradas páginas donde se encierra tu celestial doctrina hay una sola palabra que ordene ni exorte la celebracion de estos autos?... ¿Por qué los suplicios? ¿Por qué la hoguera?

Deteníase y aguardaba por respuesta la inspiracion de un pensamiento.

Sus ojos inmóviles, su boca entreabierta, sus manos cruzadas le daban el aspecto de un mártir, de un santo.

--Pero yo cumplo mi deber, proseguia luego. Yo no hice estas leyes, las encontré hechas y las respeto. Yo no he solicitado ser inquisidor, me colocaron en el Tribunal y cumplo... ¿No es asi, Jesus? ¿No cumple?...

Y aguardaba otro instante.

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