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Cesó de hablar la Sigea, y aun conservaba la mano levantada en actitud de señalar á una tumba.

Doña María estaba conmovida v absorta.

y

¡Gracias! esclamó, gracias, amiga mia; me vuelves el valor y el entusiasmo con tus palabras. ¡Oh, pluguiese al cielo que alli en el sitio donde tu señalas se abriese para mi una tumba esta misma noche!

-Debilidad, señora, replicó la Sigea con energía, debilidad de muger, indigna de la heroina á quien alabo, es la que os conduce à desear que se abra presto esa tumba. ¿Qué maravilla fuera subir al cielo con la bendita palma á los veinte años de edad, Doña María? ¿Crees que ya estan sufridos todos los combates, todos los infortunios, todas las injusticias de los hombres? ¿Creeis que á los veinte años estais acrisolada porque os han desposado con media docena de príncipes á quienes no habeis conocido siquiera? ¿Porque habeis presidido una academia de doctores? ¿Porque habeis pensado en fundar una casa piadosa? ¡Dios mio! ¿habríais colocado en su alma tanta ternura, tanta pureza, tanta resignacion, tanto saber, para que muriese á los veinte años, inutilizando esas preciosas dotes? No, no:

os faltan, señora, las pasiones y las calumnias. Es preciso que ameis á un hombre: que este hombre no pueda ser vuestro; que luche vuestro espíritu con vuestro corazon; vuestros deseos con vuestro deber; que perdais en la lucha vuestra salud y vuestra belleza; que tras largas horas de terribles insomnios, de lágrimas ardientes, de dolorosos gemidos, triunfeis al fin de vos misma; y que despues de este sacrificio, cuando vayais á cantar el himno de victoria, os calumnien los hombres.

-¡Ay! esclamó Doña María estremeciéndose. ¡Yo nunca tendria fuerzas para sufrir tanto! —Sí, señora, las teneis hasta para el martirio...

-Luisa, te digo que necesitaba esta noche hablarte... confiarte mis secretos...

-Ya escucho, señora.

—¿Crees tú que á nadie amo?

-Creo que habeis empezado á amar á uno... -¡Silencio!

-Ya callo...

-Dime al oido su nombre.

Acercóse la Sigea al oido de la Infanta, y pronunció un nombre que la hizo palidecer. -¿Quién te lo ha dicho? esclamó sobresaltada.

-Mi corazon, señora.

-Bien, Luisa, toma la pluma y escribe. «Al señor inquisidor general.»

-Ya está, señora.

—«El enemigo habia tomado la forma de una Venus de mármol para perder el alma de este católico. He mandado destruir la Venus, y envio al tribunal...

-Señora, ¿vais á denunciar al mismo à quien amais?

-Es un deber.

-Os engañais, señora; vuestro deber no es el perder á un inocente.....

-¡Luisa!..

-Y yo no escribiré esa delacion.

-¿Te niegas á escribir en nombre de la Infanta Doña María de Portugal?

-¡Me niego á delatar á un español, porque soy española, y... porque le amo!

-Basta, replicó Doña María con dignidad. Yo misma escribiré la carta. Retírate.

CAPITULO V.

Camoens.

ALGUNO habrá leido la historia de Luis de Camoens de ese poeta generoso y desgraciado, omo Cervantes; de ese valiente guerrero que perdió un ojo en Africa, como Cervantes perdió un brazo en Lepanto, y á quien los portugueses, raza de ingratos, tan ingratos casi omo nosotros, dejaron morir en la miseria, para darle despues de muerto el irónico título de príncipe! ? Portugal, desheredado por Apolo, no tenia mas poetas antiguos que los anónimos del romancero,

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