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fuera razón que hiciera, sino solamente aquellos para los cuales hallaba vocablos latinos ó griegos que los declarasen". Insiste en lo vulgar: "para considerar la propiedad de la lengua castellana, lo mejor que los refranes tienen es ser nacidos en el vulgo". Esto de apreciar el habla vulgar y tenerla por dechado de la literaria es la primera novedad de esta época. Así como en el reinado de los Reyes Católicos comenzóse á apreciar la literatura vulgar, así ahora hácese otro tanto con el habla. Sin embargo, no se saca de este sano principio cuanto se sacará después, porque el renacentismo lo refrena, y así dice: “es mi opinión que la ignorancia de la lengua latina que en los tiempos. pasados ha habido en España ha sido muy principal causa para la negligencia que habemos tenido en escribir la lengua castellana." Dice bien, pues los estudios latinos del Renacimiento despertaron la atención sobre el estudio del habla vulgar, que nadie había antes hecho. Así Nebrija y Hernán Núñez, que aprenden y enseñan griego y latín, luego caen en la cuenta de que también el castellano puede aprenderse y enseñarse, y escribe el uno Diccionario y Gramática y recoge el otro refranes. Con todo, seguía creyéndose que el latín había de ser la norma á la cual el castellano se ajustase: "No apruebo lo que hacen los que, queriendo conformar la lengua castellana con la latina..., porque tengo por mejor, para conservar la gentileza (el casticismo) de mi lengua, hacer desta manera, que si..." "Porque os apedrearían aquellos notarios y los escribanos (de Valladolid), que piensan levantarse diez varas de medir sobre el vulgo, porque, con saber tres maravedís de latín, hacen lo que vos reprehendéis." Y el mismo Valdés cae en lo de apreciar más, cuanto al habla, la opinión de los doctos y renacentistas: "Huélgome que os satisfaga; pero más quisiera satisfacer á Garcilaso de la Vega con otros dos caballeros de la Corte del Emperador." Y menosprecia al vulgo, único maestro del habla: "Es la más recia cosa del mundo dar reglas en cosa donde cada plebeyo y vulgar piensa que puede ser maestro." Véase cómo luchan las dos tendencias: "Bien sé que el latín quiere m, y que, á la verdad, parece que está bien; pero como no pronuncio sino n, huelgo ser descuidado en esto: y así, por cumplir con la una parte y con la otra, unas veces escribo n (antes de p y b) y otras m." Vuelve al sano principio: "Esto hago, con perdón de la lengua latina, porque, cuando me pongo á escribir en castellano, no es mi intención conformarme con el latín, sino explicar el concepto de mi ánimo de tal manera, que, si fuera posible, cualquier persona que entienda el castellano, alcance bien. lo que quiere decir." Cuanto á vocablos, solían los escritores todavía menospreciar muchos por vulgares: "Y esos vocablos que vos no queréis usar, ¿úsanlos otros ?-Si usan; pero no personas cortesanas ni hombres bienhablados." En cambio, en habiendo sinónimos, prefieren. los claramente latinos: "Yo uso siempre del latino, que ya casi los más lo entienden"; con lo que da á entender no ser de pura cepa vulgar. Los eruditos introducían voces nuevas greco-latinas: "De la lengua griega deseo introducir éstos, que están medio usados: paradoja,

tiranizar, idiota, ortografia.-Larga nos la levantaríades á los que no sabemos griego ni latín, si, por introducirnos nuevos vocablos, nos pusiésedes necesidad de aprenderlos.-Por vuestra vida, que me consintáis usar destos vocablos; pues si bien miráis en ello, fácilmente los entenderéis." Bien se ve aquí la comezón erudita por la lengua que está de moda: entonces, el griego y el latín; hoy, además, el francés y el inglés. "De la lengua latina querría tomar estos vocablos: ambicion, excepcion, docil, supersticion, obyeccion." De este jaez se introdujeron muchos que hoy corren ya por castizos, pero que poquísimo se usan en el vulgo. Todos estos principios del criterio lingüístico y las cualidades consiguientes del habla literaria vense claramente en Granada, los Valdés, Guevara, Avila y Villalón, los mejores prosistas de la época, en quienes domina el gusto renacentista. En todos ellos el castellano tiene toda la amplitud del período clásico, que encaja en el genio del romance; el vocabulario es castizo, pero castizo-latino, podemos decir. Con dificultad se hallará la riqueza de voces de origen no latino que después se emplearon en el reinado de Felipe II. Y es que todavía señorea el patrón clásico, y, al escribir, se están acordando los escritores del latín. Por eso, comparado Granada con León, es más aguado, menos colorista ni brioso, más pobre su vocabulario; puede verterse casi literalmente al latín, ya cuanto á las voces, ya cuanto á la construcción. Todavía es Villalón más turbio y parecido á los de la pasada época en muchos trozos, aunque en otros se allegue más al vulgo, cuando dialoga llanamente. La lucha de las dos tendencias es en este autor más turbulenta por ser más helenista. Los Valdés han suavizado su decir con el roce del melodioso toscano, y aun por ablandarlo como nadie, empobrecen el vocabulario: son los Moratines de la época, el colmo del refinado gusto; han pulimentado toda esquina; dejan correr el habla como sesga fuente que mana; no detienen al lector con voces que brillen por el color ó la fuerza; todo es igual y parejo. Montemayor y Boscán en la prosa, Boscán y Garcilaso en el verso, han adelgazado el habla con la misma finura toscana, la han convertido en música. Pero hay algo de frío en esta blanda y suave frescura, falta fuerza de la tonalidad castellana, pujante y colorista, que vemos en la prosa del Lazarillo y en el verso de Sebastián de Horozco y de Castillejo, los cuales anuncian ya el castellano más castizo y nacional de los escritores del reinado de Felipe II. El estilo llega á la perfección clásica, aunque no á la perfección propia del realismo español. Véase en el más acabado estilista de la época, en Juan de Valdés: "Para deciros la verdad, muy pocas cosas observo, porque el estilo que tengo es natural y sin afectación ninguna. Escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y digolo cuanto más llanamente me es posible, porque, á mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación." Es el canon helénico, y lo pone realmente, como nadie, en práctica al escribir. Pero nótese bien, con naturalidad y sin afectación caben variedad de estilos. Valdés, y generalmente los escritores de esta época, tanto

prosistas como poetas, prefieren la llaneza ésta cuasi olímpica y sosegada; los de la época siguiente, con la misma naturalidad y carencia de afectación, tienen más del vigor y del color propios del realismo castellano, son más nacionales en estilo y lenguaje, más recios, de pincel más valiente; difieren de los de la época de Carlos V, como el Greco difiere de Pacheco, como la escuela española, que arranca del Entierro del Conde de Orgaz, difiere de la escuela italiana, aunque sea del mismo Tiziano, con ser el que más se nos allega en vigor y colorido. Véase el canon de mesura helénica en Valdés: "Todo el bienhablar castellano consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras que pudiéredes, de tal manera, que, explicando bien el conceto de vuestro ánimo y dando á entender lo que queréis decir, de las palabras que pusiéredes en una cláusula ó razón no se pueda quitar ninguna sin ofender á la sentencia ó al encarecimiento ó á la elegancia." Cierto, y el mismo canon repite y practica Cervantes; pero ¿quién duda de que la valentía del pincel de Cervantes y la riqueza de su vocabulario popular realza, rebulta y nacionaliza más sus escritos que no el encogido y puramente clásico é italiano de Valdés con los suyos? Y otro tanto se diga de los contemporáneos del uno comparados con los del otro. "En todas las lenguas del mundo hay unos que escriben mejor, más propia y galanamente que otros, y por esto, los que quieren aprender una lengua de nuevo, deberían mucho mirar en qué libros leen, porque siempre acontece que, así como naturalmente tales son nuestras costumbres cuales son las de aquellos con quien conversamos y platicamos, de la mesma manera es tal nuestro estilo cuales son los libros en que leemos." He aquí el porqué de la diferencia del estilo y del lenguaje entre las dos dichas épocas. Los escritores del tiempo de Carlos V tenían puestos los ojos más en el latín y en el italiano, y en esos libros leían; los del tiempo de Felipe II, más nacionales, pasado ya algún tanto el hervor renacentista, los tenían puestos en el habla vulgar, buscaban la propiedad para decir en vulgar lo que hallaban en los clásicos, y más en la Biblia, ya que, como veremos, á los escriturarios romancistas se debe la nacionalización mayor del habla y estilo, y sacaron de las entrañas del habla popular la fuerza y el color en los vocablos, la soltura y concisión en el estilo, que sus antecesores no habían visto, por no leer este libro nacional del decir plebeyo y aquellos otros tan recios y realistas de la Biblia. Valdés tacha á Juan de Mena de latinizante desaforado en vocablos y estilo: "Dan todos comúnmente la palma á Juan de Mena, y á mi parecer... yo no se la daría, cuanto al decir propiamente, ni cuanto al usar propios y naturales vocablos, porque, si no me engaño, se descuidó en esta parte mucho, á lo menos en aquellas sus Trecientas, donde, queriendo mostrarse doto, escribió tan escuro, que no es entendido, y puso ciertos vocablos... que por muy latinos no se dejan entender á todos, como son: Rostro yocundo, fondon del polo segundo y ciñe toda la esfera, que todo esto pone en una copla, que todo, á mi ver, es más escribir mal latín que buen castellano." Otro tanto dice de La Celestina.

La demasía en la afición al clasicismo puede verse en El Escolástico, de Villalón. Lo que maravilla es que la lengua castellana, llevada y traída por cien naciones de Europa y América, mezclándose en los tinelos de Italia como en los albergues de Flandes, en las mazmorras de Argel como en los bodegones tudescos, con todo linaje de hablas, chapurreada en Roma y Amberes, en París y Nápoles, destrozada por americanos cobrizos y negros africanos, campease tan limpia y castiza entre nuestros escritores y entre nuestros soldados, en labios de galeotes y trajineros, sin enturbiarse con tanto aluvión de lenguas como pasaban sobre ella por todos los rincones del mundo. Débese, sin duda, á la pujanza señoreadora del espíritu español en aquel siglo, á la robustez de la raza, que así como no se deja inficionar del descreimiento pagano de Italia, de la herejía de Alemania ni del mahometismo africano, así tampoco permite que su habla se mancille ni empañe; antes sacando del fondo popular nuevos aceros, se acrisola y nacionaliza, se enriquece y se arrea, se ennoblece y doblega, lo mismo para expresar las más altas elucubraciones platónicas de Grecia y místicas del Cristianismo, como las más rastreras y rufianescas de pícaros, jaques y hembras del partido. Tan verdad es que el idioma en cada siglo y nación pone de manifiesto la entereza ó decaimiento del pueblo que lo habla, espejándose en él su espíritu y cualidades más clara y transparentemente que en los libros de historia y aun en las obras de arte y de literatura. La misma pujanza de la raza se echa de ver en la fonética del castellano, que durante aquel siglo se mudó, abandonando algunos sonidos muelles y delicados y tomando otros tan recios y briosos, que frisan en broncos y desapacibles. Pero esta mudanza no acabó de hacerse hasta fines de siglo.

Pisa, Descripc. de Toledo, 1605, lib. I, cap. XXXVI: "Asimismo ordenó en las mismas Cortes el mismo rey don Alonso décimo (de Toledo, 1253) que si de allí adelante, en alguna parte de su reyno huviesse diferencia en el entendimiento de algún vocablo castellano antiguo, que recurriessen con él á esta ciudad, como á metro de la lengua castellana: y que passassen por el entendimiento y declaración que al tal vocablo aquí se le diesse, por tener en ella nuestra lengua más perfección que en otra parte." Cervantes dice esto mismo (Quij., 2, 9), y Mariana (Hist. Esp., 16, 15).

11. Radicales italianos (véase t. I, 69): acuarela neol. (dimin. de aqua), achicoria y chicoria (de *cichoria, cichōrēum, xiópiov, interviniendo el it. cicorea, cicoria ó el fr. chicorée, rumano cicoare), adagio neol., aduana (del fr. douane, que, como el prov. doana, viene del it. doana, dogana, del árab. diuan, ad diuan), agio (de aggio; agiotaje del fr. agiotage, del mismo ital.), alabarda (de alabarda, labarda; del fr. halle barde, helmbarte, hellebarte; del germ. helm = fût, harte hacha, alem. Hellebarde), alerta (de all erta esser; de ērctum, erigere), alojar (de alloggiare, loggia, fr. loge; del ant. al

louba), almidon (de amido; de amylum, pohov), amalgamar (de amalgamare, de malagma, pakaqua), amartelar y martelo (de martellare), arcabuz (de archibuso, arcobugio, ó del fr. arquebuse; del hol. haakbus, al. Hakenbüchse; de Haken, haeck, haak = arco, y Büchse, buyse, bus = cañón de arma de fuego; modificado por analogía con arcus), aria neol. (de aria aire), arlequín (de arlecchino, del guerrero maldito Hennequin ó Hellequin de cara negra, que guía á la noche por el cielo, Mesnie Hallequin de los bajo-normandos), arsenal (de arsenale, arzana; del árab. dārçana), artesano (de artigiano; de ars), avanzar (de avanzare; ab + ante), bagatela (it. bagatella, fr. bagatele), balandra (de balandra ó palandra; del hol. biennenlaender, barco que lleva á tierra; balandrán del fr. balandran, aludiendo á la vela de la balandra, it. palandra(na)), balaustro y balaustre (de balaustro y balaustre; de Balaustov, flor del granado), balcón (de balco, palco; del ant. al. balcho, al. Balken), baluarte (de baluardo; del fr. boulevart, que lo tomó del al. Bollwerk y —ard), baqueta (de bacchetta, dim. de bac; de *bacus, baculus), banca, banco (de banca, banco; del germ. bank), batel (de battello, dim. de batto; del germ., ant. norso batr, al. Boot, bote), batuta (de battuta, battere), baul (de baule; baj. lat. bahudum; del germ. bahuten conservare, servare, medio al. behut, behuot), bayeta (de baietta paño negro, de bayo, badius), beca (de becca, beccare, picotear, despedazar; del celt.-ibero beccus, pico), bedel (de bedello, baj. lat. bidellum; del germ. bidal, ant. al. bital, pital, med. al. bitel; de bitten, tomada la terminación germánica como sufijo diminutivo y por etimología popular reducido á pedellus, cual si viniera de pes, pie, corredor, como quien dice), bellaco (de vigliacco, de vilis), belladona (de bella-donna, por el cosmético purpúreo que de ella se hacía y usaban las damas romanas), bemol (de b mole ó suave, b es el signo del bemol), bergamota (de bergamotta; del turco bergamōdi =reina de las peras), berza (de verza, verzo, vers; de viridiata, viridis), bicoca (bicocca, peña en la cumbre, de pico y coca), birreta, birrete (de birretta; de birrus, uppós; de aquí birro = sbirro = cast. esbirro, por el manto encarnado ó birro = birrum), bisel (de bisegolo; bis acutus), bisoño (mejor del fr. bejaune ó becjaune, pajarillo, pipiolo, luego soldado bisoño), boceto neol. (de bozzetto), bodrio y brodio (de brodo, broda; del ant. al. brōt, guisar), borda y bordo (de bordo ó del fr. bord, del germ.), brida (de brida), brindis (de brindisi; del al. bring dir's, expresión para brindar), broculi (de broccolo; de brassicae-caulis), brújula (de bússola; de buxus), bruno (de bruno, del ant. al. brūn), buco y buque (de buco, buca, ahujero; del germ. būk, al. Bauch, vientre), busto (de busto; de bustum, por el que se ponía sobre la tumba ó urna de cenizas quemadas), cabalgata (de cavalcata, cavallo), cadencia (por analogía con cadenza, cadere), calafatear, calafate (de calafatare; del árab. qalafa), caminata (de camminata, cammino), canalla (de canaglia, canis), canciller (de cancelliere), canela (de cannella, canna), canje, canjear (de cangio, cangiare), capelo (de capello), capitán (de capitano), capitel (de capitello),

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