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sin tener una oficina con tres porteros, cinco auxiliares, cuatro oficiales y siete temporeros (por supuesto, todos de plantilla), sin contar con otros tantos para tocarse por la oficina en ciertos y determinados días? Convengamos en que la cosa no podía ir bien, estando como estaba entonces la oficina montada por un Regidor de Mes y un notario eclesiástico, para que llevase apuntaciones tales como:

Á Santiajo Catillo, cuatro de cebada.»

"Á margaria la de Digo marata, una de trigo,» etc., etc. Y para repartir este grano tocaba la campana, avisando á los necesitados para que acudiesen á ser socorridos, y volvía á tocar desde mediados de Julio y todo Agosto para que lo devolviesen y darlo de nuevo en Noviembre á otros pobres, ó á ellos mismos si lo necesitaban, y de esta suerte no tenían que salir los comisionados en su burra y sus aguaderas á cobrar al campo: esto por lo del Juva miseris.

En cuanto á la otra parte, tiene también su moral: sabido es que por más de trescientos años fué Lorca plaza fronteriza del reino de Granada; por consiguiente, los lorquinos todos eran hombres de armas tomar, y todo aquí llevaba el sello de la guerra, no de papel mojado como ahora; sucedía, pues, que cuando se temía alguna irrupción de los moros en el término, ó había algún acontecimiento alarmante ó de importancia, tocaba á rebato la campana del Pósito, y todo vecino capaz de llevar las armas tenía obligación de presentarse con ellas en la plaza, y como todos estaban apuntados por parroquias, no cesaba de tocar la campana hasta que el capitán á guerra no decía que estaban todos, de modo que, salvo los enfermos ó ausentes, ninguno faltaba, porque no se dijera de él que era cobarde (pusilanimis, en latín), y he aquí el Argue pusilanimis de la histórica campana.

Dados estos antecedentes, que para nada se necesitaban, bastando con decir que momentos antes de dar las doce de aquel día empezó súbita é inesperadamente á tocar rebato, comprenderemos la alarma y agitación en que se pondrían todas las gentes, viéndose acudir á la ciudad por todas partes multitud de hombres armados, quién de mosquetes, quién de picas ó partesanas; pero donde más gritería se armó fué en

las parroquias altas: aquello era un maremagnum de gritos, de preguntas, de opiniones y de dichos.

—¡Madre Huertas!—subía diciendo un muchacho, corriendo á más correr con la vasija del aceite en la mano.—¡Los moros! ¡Los moros, que vienen!!

-Madre Juana, ¿y los moros son coloraos? ¡Yo los estoy viendo desde aquí!-Y todo el grupo de vecinas dirigió su vista hacia donde aquel chicuelo señalaba.

-Calla, tonto, que aquellos son ababoles.

Pero la algazara seguía y el adarve de la parroquia de Santa María se llenaba de gente, esperando verlos asomar en la dilatada planicie de la huerta.

-¡Ea! Ténganse todos, que no son moros los que vienen, sino muy cristianos viejos como nosotros-dijo el Arcipreste Juan Valero, asomando á una de las ventanas de la torre su cara de bendito.

-Padre Juan, ¿qué es? ¿Por qué tocan?-preguntaron todas.

-El mismo Rey en persona que viene, y mañana subirá á la parroquia, como que tengo las velas-y enseñó un manojo de ellas en la mano;—andad y barred vuestras puertas, y mudaos mañana con vuestros jubones y mantos nuevos, porque al Rey no le gusta que sus vasallos sean sucios, y porque además dice el Misal: quo ad intrà, quo ad extrà, es decir, para que lo entendáis, que debemos tener limpio el cuerpo y la conciencia.

—¡Ay, qué bueno es el Rey!-dijo una de aquellas mujeres.

-Como que lo ha visto mi Antón-contestó otra-en Caravaca, y dice que es muy llano.

Mientras estas escenas tenían lugar en el atrio de Santa María, otros grupos más numerosos, en las inmediaciones del castillo de Alcalá y en la Velica, fijaban su atención en dos grandes ahumadas que se levantaban en el Puerto de los Yesares, y al mismo tiempo distinguían en la llanura las enhiestas figuras de tres jinetes armados, caminando en dirección á ellas.

Media hora habría transcurrido desde que aquellos caba

lleros habían desaparecido por encima de las colinas de Serrata, cuando á través de una espesa polvareda empezó á presentarse una gran masa negra que, replegándose y alargándose como una gigantesca serpiente, bajó la cuesta y se extendió al pie de la sierra, á uno y otro lado del camino; algunos minutos después otra más numerosa y compacta empezó á bajar, y la primera se movió, formando una extensa línea paralela á la sierra; avanzó la segunda, y tras de ella otra dividida en multitud de grupos, cubriendo la retaguardia la primera, é incorporadas todas, empezaron á marchar por los áridos llanos de Serrata, siguiendo las sinuosidades y tortuosidades del camino; fácil es de comprender que aquello era el ejército que acompañaba al Rey Católico á la conquista de Granada, y si alguna duda quedara, la desvanecería el brillo de las armas y las banderas que flotaban sobre aquella muchedumbre. Ínterin atraviesan los cinco kilómetros que los separan de la ciudad, veamos las disposiciones que los señores del Concejo habían adoptado para cumplir su acuerdo.

Toda la gente de armas estaba distribuída en la muralla y castillos de la ciudad, las puertas de ésta todas cerradas, y únicamente abierta aquella por donde había de entrar el Rey; en un principio se quiso fuese por la Magdalena, inmediata al Beaterio, y así lo decía el bando; pero en vista del gran rodeo que tendría que dar S. A. y de ser harto pequeña para que pasase la gente de á caballo, se determinó fuera la inmediata al convento de la Merced.

Aquí era donde esperaban á Su Alteza, vestidos de ceremonia, el Alcalde Jorge de Vergara, los muy Ilustres Señores Lorca, el Reverendo Clero, los Caballeros é Hijodalgos y multitud de pueblo: sacóse del convento una mesa de altar con un paño encarnado, sus candelabros correspondientes, una muy devota cruz de cristal y un misal; revistióse de una capa pluvial recamada de oro el Sr. Arcipreste Juan Valero, y los demás beneficiados con sus roquetes y sobrepellices.

Cerca de las dos de la tarde serían cuando llegó á galope uno de los tres caballeros que se habían visto ir hacia Serrata; habló con el Alcalde é inmediatamente éste con todos

los que le acompañaban salieron fuera de la muralla, colocándose al lado de la puerta: el Arcipreste tomó la cruz y el misal, y seguido del Clero se puso inmediato á los señores del Concejo, que todos estiraron sus garnachas y perfilaron sus, respectivas personas.

Oyóse á lo lejos ruido de atambores y trompetas, y resonó un nutrido ¡viva! dado por el ejército castellano, que hizo alto en la orilla izquierda del río, precisamente donde ahora está la muralla del Barrio y la Virgen de la Peña; á su cabeza estaban el Adelantado de Castilla D. Pedro López Padilla y el Comendador D. Gutierre de Cárdenas.

Imponente era el silencio que se advertía en la gente que coronaba las murallas y castillo de Alcalá, con los mosquetes, arcabuces y ballestas preparadas, como si fuesen á rechazar un asalto; los soldados no podían explicarse la causa de aquel recibimiento, al parecer tan fuera de lo que esperaban de una ciudad amiga; atravesaron el río veinte jinetes armados y con sobrevestas de fajas encarnadas y amarillas, al frente de los cuales iba D. Gonzalo de Ayora, Capitán de las Guardas de la Real Persona y un trompeta; desplegaron dando frente á los señores que esperaban en la puerta, y vióse al ejército batir marcha y presentar las armas, conforme iba pasando un numeroso grupo de caballeros escoltados por más de sesenta guardas armadas como las anteriores: allí iba el Rey de Aragón y de Castilla, acompañado de los magnates de su corte, de los grandes Maestres de Alcántara, Calatrava y Santiago, el Conde de Castro, el Duque del Infantado, el Marqués de Cádiz, D. Pedro Chacón, Adelantado de Murcia, y otros muchos.

Montaba el Rey un brioso caballo alazán y vestía un traje de piel anteada, un tabardo ó sobretodo de terciopelo carmesí y pendiente de un cinturón bordado de plata la espada; adelantóse el Rey seguido de Miguel Pérez de Almazán, su Secretario privado, señor de la villa de Maella, y de Jorge de Alarcón, señor de Fuentecillas, su camarero: al aproximarse todos hincaron su rodilla en tierra, y Bartolomé Ruiz, en nombre de la ciudad, le dijo con muy grande acatamiento:

«Muy alto, poderoso y esclarecido Príncipe, nuestra ciudad de Lorca con muy humilde reverencia besa las escelentes manos de V. A. y da gracias á Dios y á su bendita Madre, porque continuando V. A. la guerra contra los infieles se ha dignado visitarnos. La ciudad de Lorca pide á V. A. haya por bien de jurar guardar y observar los privilegios, cartas, mercedes, exenciones, libertades, usos y buenas costumbres, que los Señores Reyes, de gloriosa memoria, antepasados de V. A. le dieron y concedieron. Otrosí, muy soberano Príncipe, suplica la Ciudad y vecinos de ella se sirva V. A. jurar y prometer que no hará jamás merced de ella, ni de sus términos, ni de sus fuentes y aguas, ni las dará á ninguna persona, sino que las conservará siempre á su servicio y de su real corona.

>>Muy poderoso Señor, la Ciudad, con humilde reverencia, ruega á V. A. mire y se acuerde que siempre ha estado muy á su servicio, haciendo guerra á los moros enemigos de nuestra santa fe, y plegue á V. A. de jurar guardar á esta vuestra ciudad todo lo suplicado y pedido, y que V. A. se lo prometa y jure. »

Inclinado sobre el arzón delantero de la silla escuchó el Rey la petición de Lorca, y acabada que fué, quitóse la gorra de terciopelo que cubría su cabeza, y puesta la mano derecha sobre el libro que le presentó el Arcipreste:-Lo juro, cual lo pedís-dijo en voz alta.

El Alférez mayor alzó entonces el pendón azul que don Juan II había regalado algunos años antes á la ciudad, y vuelto al Concejo y á la muchedumbre que estaba presente, gritó:-¡Lorca por el Rey de Castilla D. Fernando! Un entusiasta y atronador «¡viva!» se oyó en la muralla y en todos los alrededores; las campanas de la inmediata iglesia de la Merced, las de San Juan y de todas las parroquias confundieron sus sonidos con las trompetas y demás instrumentos marciales, y precedido del Concejo y del Clero y seguido de su ejército, entró el Rey en la ciudad.

La puerta por donde entró, llamada en tiempo de los moros de la Al-sequeia ó de la Fuente, porque en ella estaba la del agua de la Fuente del Oro, fué llamada después de la Aza

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