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Creemos que no serían muchos los que como Rousseau se dedicasen á escribir grandes obras y á copiar música para poder vivir. Y entonces sí que la sociedad sería perjudicada.

No hay pues, razón que justifique este atentado contra uno de los más sagrados derechos del hombre, como no la hay tampoco para limitar este derecho, considerándole como un verdadero privilegio que se concede al autor, opinión intermedia entre los que niegan en absoluto la propiedad literaria, y los que la consideran justamente de igual naturaleza que las demás clases de propiedad. De este principio ha partido nuestra legislación, y en él se informa la ley vigente al reconocer al autor la propiedad de sus obras durante su vida y á sus herederos por ochenta años. Se reconoce el derecho, pero se le impone limitación, considerando la propiedad literaria como una excepción de la general. Esta teoría del privilegio prevaleció también en Francia como se puede ver por el decreto de 1777 que decía que el privilegio de los libros es una gracia fundada en justicia y que tiene por objeto recompensar el trabajo del autor, si se le concede á él, y una indemnización por los desembolsos y gastos del editor si es á este último.

Por lo anteriormente expuesto se comprenderá que rechazamos también la idea de un privilegio como base de la propiedad literaria, porque el privilegio no implica la idea de un trabajo de productivas consecuencias, y puede ser otorgado en favor de una persona ó clase determinada en atención á consideraciones independientes al mérito intelectual de las mismas, como qui-, zás sucede con frecuencia. La idea de considerar la propiedad literaria como un privilegio, no obedece más que á las vacilaciones que los legisladores han tenido en

esta materia. El progreso de los tiempos les ha hecho comprender lo absurdo de negar al autor sus derechos sobre las obras de su ingenio; pero sin duda no se han atrevido á dar el paso decisivo, y equiparar esta propiedad con la propiedad en general. Se ha reconocido, pues, con limitaciones sin fundamento de ninguna clase. Esperemos que la obra del legislador se complete en breve plazo, y que reconozca que la propiedad del autor, sobre sus obras, es tan clara, tan legal y tan justa como la del dueño de una finca sobre esta. No debe haber excepción, y á iguales derechos, iguales leyes.

II

Historia de la legislación de la propiedad intelectual en España.

Ni en los Cuerpos legales de Roma ni en los Códigos de la Edad Media encontramos disposición alguna relacionada con la materia objeto del presente libro. La imprenta no existía; de los libros que entonces se escribían sacábanse copias manuscritas, que, como se comprende, no podían hacerse en gran número. En estas circunstancias, el legislador no podía preocuparse por garantir los derechos de un autor, derechos que no era facil fueran atentados, por la dificultad y el coste que significaban la reproducción de sus libros. Con el gran descubrimiento de Gutenberg este estado de cosas sufrió una transformación radical, que se reflejo, como no podía menos de suceder, en las leyes. La primera disposición que respecto al asunto encontramos en España es la ley publicada en Toledo en tiempo de los Reyes Católicos, año 1480, en la que se dispone que no se pague derecho alguno por la in

troducción de libros extranjeros en nuestros reinos. (Ley 1.a, tít. 15, lib. 8.o de la Novísima Recopilación.)

Por pragmática de los Reyes Católicos, dada en Toledo en 1502, se dispone que ningún librero, ni impresor de moldes, ni mercader, ni factor de esta clase, pueda hacer imprimir ningún libro sin haber obtenido antes licencia, que había de ser concedida por el presidente de la Audiencia en Valladolid y Granada, y en Toledo, Sevilla, Burgos, Salamanca y Zamora, por los arzobispos de estas ciudades, ni puedan vender ningún libro que trajeran de fuera de nuestros reinos sin que primeramente sean examinados por las referidas personas, ó por aquellos en quienes delegaran esta facultad, bajo pena de perder los libros, que serían quemados en la plaza de la ciudad, villa ó lugar, donde se hubieran im-preso ó vendido, pagando además los contraventores á esta ley tanto como los libros valieran, cantidad que se dividía en tres partes: una para el denunciador, otra para el juez y otra para la Cámara y Fiscos Reales, quedando además incapacitados para ejercer su oficio. (Ley 1.a, tít. 16, lib. 8.o de la Novísima Recopilación.)

Don Carlos I y su hijo el príncipe Don Felipe, en las Ordenanzas del Consejo hechas en la Coruña en 1554, cap. 14, dieron las reglas que había de observar el Consejo sobre licencias para imprimir libros nuevos, disponiendo se diesen por el presidente y por los individuos del Consejo, encargando á éstos viesen y examina. sen cuidadosamente los libros antes de dar la licencia, en atención á que por la facilidad con que tales licencias se daban, se habían impreso libros inútiles y sin provecho alguno, en los que se hallan cosas impertinentes. (Ley 2.a, tít. 16, lib. 8.o de la Novísima Recopilación.)

La siguiente disposición sobre esta materia es la

pragmática-sanción dada en Valladolid por Don Felipe y en su nombre la princesa Doña Juana en 7 de Septiembre de 1558. (Ley 3.a, tít. 16, lib. 8.o de la Novísima Recopilación.) Dispone esta ley que ningún librero trajese, ni metiese, ni tuviese, ni vendiese ningún libro de los prohibidos por el Santo Oficio de la Inquisición, bajo pena de muerte y pérdida de sus bienes, y que tales libros fueran quemados públicamente. Dispone además que antes de ser publicados los libros han de ser presentados al Consejo para su examen y licencia, y que aquel que imprimiere ó diere á imprimir libro ú obra sin haber precedido este examen y aprobación, incurre en la pena de muerte y pérdida de todos sus bienes.

Para evitar que después de otorgada la licencia se hiciesen en el libro adiciones ó correcciones, dispone que el libro presentado sea rubricado en cada plana por uno de los escribanos de Cámara, el cual ha de poner al final el número de hojas, firmándole y rubricándole y señalando las enmiendas que el original contuviere para que la impresión se haga en aquella forma. Después de impreso el libro, el autor estaba obligado á llevar al Consejo el original anterior y uno ó dos ejemplares impresos, para que se viesen si estaban conformes. Dispone también la ley que en el comienzo de cada libro se pusiera la licencia, la tasa y el privilegio y el nombre del autor y del impresor y el lugar en que la impresión fue hecha.

Felipe III, por cédula dada en Madrid en 27 de Marzo de 1569, dispuso que no se imprimieran ni introdujeran en el Reino misales, diurnales, pontificales, manuales, breviarios en latín ni en romance, ni otro libro alguno de coro, sin obtener la licencia Real necesaria á los de

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